miércoles, 7 de septiembre de 2011

Cuando nadie me ve...


Cuando nadie me ve puedo ser o no ser, pero cuando llego a una consulta siempre soy el mismo, un personaje con una etiqueta que se ve fragmentado y el de enfrente me intenta recomponer. El desconocimiento es tan peligroso como un avanzado conocimiento que todo lo justifica, y os olvidáis que somos niños que un día nos paramos por circunstancias que solo justifican nuestras patologías, y en algunos casos ni eso, y que seremos niños durante mucho más tiempo que ningún niño. Nuestro DNI engaña, porque marcamos una edad de nacimiento y otra de acciones, llamada madurez, que registra que necesitamos jugar, achuchar, ser queridos, rodarnos, experimentar, caernos, llorar y reir… Cambiamos las experiencias de la vida por una apretada agenda de especialistas o terapeutas que aconsejan a nuestros papás que se conviertan en una prolongación de ellos mismos, es decir, que por si la terapia se queda corta que la continúen en casa.  ¡Ufff! ¡Qué tedio!

Creo que deberíamos llevar una lupa para ver lo que se esconde detrás de lo que creemos ver. Un cristal que nos ampliara las patitas de las hormigas del césped, las raíces de las plantas, mis giros y volteretas. Pero no existen lupas para escudriñar mis sentimientos y ver qué habita tras mis gritos, mis llantos o mis risas. Esos impulsos feroces que me fuerzan a elegir un camino u otro, y en plena confusión, me obligan a tomar decisiones. Como la de elegir un color u otro, un juguete u otro, a papá o a mamá. Me pregunto por el impulso que nos lleva a elegir ir al patio por el pasillo de la izquierda o por el de la derecha, cuando las indicaciones son las mismas. Volver atrás, desandar lo andado, buscar un cambio de sentido para regresar donde se desdobla el camino es algo que se os olvida a los mayores, decidir en definitiva, crecer mirando hacia adelante y por caminos alternativos.

Mariagomez

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